POLÍTICAS DE ESTADO

La corrupción y los 90

Cuando hablamos de corrupción solemos hablar de la más elemental la valija de billetes que se entrega a cambio de un favor preciso. Por el contrario, la corrupción más peligrosa para una democracia suele ser legal.

Sebastián Fernández
“Declaro a la corrupción delito de traición a la Patria”   Carlos Menem, discurso de asunción / 1989  
La corrupción mantiene atrasados a los países.   Banco Mundial / 2004

Cada vez que hablamos de la década de los 90, inevitablemente hablamos de corrupción. No que antes no existiera, pero los años menemistas parecen ser la quintaesencia de la corrupción, un metro patrón que se usa para calibrar a los otros gobiernos. Para algunos opositores, por ejemplo, el de CFK sería igual o incluso “más corrupto que el de Menem”. Por otro lado, nos resulta casi imposible separar la corrupción de las sospechas de corrupción, de ahí que cada acusación nos parezca un hecho probado.

Es por eso que la década de los 90 no suele analizarse desde la política sino desde lo delictivo o incluso desde lo moral. Así como existe una visión que reduce la última dictadura a una horda de militares sanguinarios que nos invadió, como la Wehrmacht invadió Francia, existe una explicación que limita los 90 a las tropelías de una banda de delincuentes que actuó por lucro. Ambas visiones eluden lo fundamental: la puesta en marcha de un proyecto político coherente, apoyado por empresas, medios y organismos financieros internacionales.

Además, cuando hablamos de corrupción solemos hablar de la más elemental y en el fondo la más inofensiva: la valija de billetes que se entrega a cambio de un favor preciso. Por el contrario, la corrupción más peligrosa para una democracia suele ser legal. Los incentivos, positivos o negativos, que por fuera de nuestros votos reciben nuestros gobernantes son efectivamente gigantescos. La amenaza de incendiar el país, la presión de los medios, la influencia de los organismos internacionales y de los fondos de inversión no requieren de coimas para ser efectivas. Un presidente electo es incentivado hacia un lado o hacia otro, más allá de lo que él considere bueno para sus representados. Para eso sirve, entre otras cosas, la hegemonía.

Lo que recibió Menem fue un paquete cerrado que le aportaba un programa político coherente, un “relato” exitoso (al menos en ese momento), recursos generosos, apoyo de los medios, equipos aceitados (la Mediterránea, el CEMA…), empresas entusiastas y organismos internacionales eufóricos. El proyecto se benefició con la idea del Estado elefantiásico e ineficiente que los medios habían impulsado durante años y, sobre todo, con el miedo de las mayorías luego del feroz disciplinamiento social de la dictadura y de la reciente hiperinflación. La corrupción fue instrumental, sirvió para atenuar las últimas resistencias al plan, no fue el plan.

No sabemos si Cavallo, por ejemplo, impulsó las AFJP por virtuosa convicción o por haber sido sobornado por la Asociación de Bancos de la Argentina, pero sí sabemos que el resultado fue la quiebra del Estado. Y eso es lo que tiene relevancia política, la eventual coima sólo agregaría un delito personal a una decisión política catastrófica. 

Creer que Menem apoyó esas políticas por el desenfreno millonario de la pizza con champagne es una idea tan tentadora como la de los militares sanguinarios, e igualmente falsa. Los incentivos que cuentan fueron otros. Sin ir más lejos, De la Rúa aceptó inmolarse y dejar un país en llamas por defender las mismas políticas y lo hizo sin Ferrari ni pista de Anillaco.

La crítica a la corrupción política suele ser una crítica política disfrazada, como el desopilante ranking de transparencia del Fondo Monetario Internacional, liderado en nuestra región por Chile mientras que la Argentina se ubica en el pelotón de cola, sólo superada en opacidad por Venezuela y Cuba. Para ese mismo ranking, la Argentina menemista era, qué duda cabe, más transparente que la Argentina kirchnerista.

La crítica a la corrupción suele también funcionar como taparrabos de quienes apoyaron las políticas pero no quieren hacerse cargo de sus resultados. Ocurre que, a diferencia de lo que opina candorosamente el Banco Mundial, lo que mantiene atrasados a los países no es la corrupción (de hecho, Europa creció durante décadas a la par de constantes denuncias de corrupción).

Lo que mantiene atrasados a los países son las políticas erradas, como las que ese y otros organismos, fundaciones y ONGs apoyan con pasión de Torquemada.

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