MILITANCIA DE BASE

Un trabajo de orfebre

Frente a un cierto sentido común en alza, que sataniza a la militancia mientras idealiza al ciudadano libre que participa de una ONG o al hábil asesor de imagen, es bueno volver a sentir el calor de la política de base.

Sebastián Fernández
Cuando llegué ya había gente en el local, aunque la mayoría estaba en la vereda. Algunos se saludaban con ruidosas palmadas en la espalda, otros con esa cabeceada corta que usamos frente a quienes conocemos de vista y cuyo nombre no recordamos o nunca supimos.

Mi amigo me había dado cita ahí, para una “jornada de reflexión” tres días después de las elecciones del 25 de octubre, esas que desconcertaron a los kirchneristas. Fui a tomar un café esperando su llegada y cuando volví el local estaba repleto. Las sillas de plástico blanco, como las que se ven en los jardines, estaban ocupadas y había un gran chapón en el fondo usado como banco. Mi amigo me vio, se levantó y juntos nos fuimos para atrás. Hacía calor.

Sobre la pared del fondo pintada de verde, distinguí las fotos de Perón, Néstor y Homero Manzi. Apoyados contra la pared había unos volantes con la cara de Mariano Recalde.

Detrás mío, como si me hubieran esperado, entraron dos funcionarios nacionales y otra persona que no alcancé a reconocer. Saludaron a la dueña de casa, la responsable del local, y hablaron de los resultados catastróficos del domingo. En una ciudad como la CABA, generosa en derrotas kirchneristas, nadie entendía qué había pasado. La persona que no reconocí habló después de los otros, dijo cosas sensatas, tomó una hoja de papel y anotó los nombres de quienes quisieran hablar. Aconsejó ser breves (“somos muchos y todos quieren hablar y escuchar”) y dejar las acusaciones para después de la segunda vuelta. “De lo que se trata ahora es de definir el camino para ganar, no perdamos tiempo en buscar culpables, eso lo haremos después”.

El grupo era heterogéneo. Había señoras que podían ser amigas de mi madre, un par de universitarias de la edad de mi hija, tipos maduros como mi amigo y yo, vecinos del barrio, funcionarios acalorados con el saco doblado sobre el brazo, señores serios, algunos más risueños, militantes jóvenes que hablaban entre sí o miraban sus celulares. Alguien había dejado a cargar el suyo sobre una repisa y el ruidito de los mensajes entrantes nos empezaba a enloquecer. Nadie se animaba a apagarlo y seguía sonando.

Con un discurso bien articulado, la dueña de casa habló de la necesidad de escuchar, de tratar de entender qué pasó entre las PASO y la primera vuelta, por qué el FPV perdió tantos votos. Aconsejó no enojarse con la gente ni tampoco salir a asustarla con la vuelta a los 90 o con aquello de que Macri es Menem. Insistió, al contrario, en volver a entusiasmar, “como hicimos en el 2011”.

Un señor de campera se quejó de que “desde hace dos años arriba no nos escuchan”. Alzando la voz explicó que “nos mandan cada candidato que mamma mía y tenemos que volver a empezar”.

Frente a un cierto sentido común en alza, que sataniza a la militancia mientras idealiza al ciudadano libre que participa de una ONG o al hábil asesor de imagen, es bueno volver a sentir el calor de la política de base.


Una de las universitarias mostró los carteles que habían pegado esa mañana en la facultad. A diferencia de lo que aconsejaba la dueña de casa esos textos escritos por jóvenes que no habían nacido cuando Menem fue elegido presidente proclamaban que no querían volver a esa época.

Varios hablaron de su propia experiencia en el 2001, de los clubes de trueque, de la falta de trabajo, del miedo a perderlo si ganaba Macri.

Otros hacían cálculos, recordaban la performance de Lousteau, que casi destronó a Rodriguez Larreta, y se ilusionaban con buscar ese voto aunque sospecharan que no tendríamos el suyo.

Una señora de tapado claro propuso que se desglosara el ABL, una manera de aliviar el peso del impuesto hoy pagado integralmente por los inquilinos. Sonreí pensando en la escala municipal de su propuesta en plena campaña presidencial, pero enseguida recordé que el domingo las grandes certezas que tenía habían tomado un baño de humildad, como diría La chica que nos gusta, y miré de otra forma esa propuesta chiquita, en filigrana.

Y posiblemente ahí esté la clave o al menos una de las claves. Frente a un cierto sentido común en alza, que sataniza a la militancia mientras idealiza al ciudadano libre que participa de una ONG o al hábil asesor de imagen, es bueno volver a sentir el calor de la política de base. No hay muchos ámbitos en los que se sienta eso, como una especie de fortín de frontera que ordena, de a poco, nuestro desorden y amucha nuestros sueños.

Un necesario trabajo de orfebre.

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