- Opinion
- 04.12.2015
NIETO 119
La justicia
El martes de esta semana, las Abuelas de Plaza de Mayo anunciaron el hallazgo del nieto recuperado número 119. Cada vez que aparece un hijo o nieto (que ahora son padres y madres también) estas historias renuevan pensamientos, sensaciones, angustias y esperanzas.
En julio de 1975, Sara, la madre, fue secuestrada en Tucumán. Embarazada, fue mantenida presa hasta que dio a luz en cautiverio. Nunca la dejaron ver a su hijo, ni siquiera sabía si era varón o mujer. En noviembre de 1976 fue liberada a la vera de un cañaveral.
En su encuentro, la madre le dijo, según contó Mario Bravo a una radio santafecina: “Hoy escucho tu voz, y cuando naciste sólo escuché tu llanto, no sabía si eras varón o nena, porque estaba encapuchada.”
Cada vez que aparece un hijo o nieto (que ahora son padres y madres también) estas historias renuevan pensamientos, sensaciones, angustias y esperanzas.
La primera sensación (al menos en mi caso) es personal: siempre la pregunta de qué hubiera hecho una en ese mismo lugar, cómo se atraviesa algo así, cómo encontraron estas personas en algún lado la fortaleza para seguir viviendo sin morir de tristeza. Hace algunos meses, leí una revista Para Tí u Oh La La en un consultorio y recuerdo que en ella le preguntaban a varias diseñadoras de modas argentinas (no recuerdo los nombres) cuál había sido el momento más feliz de sus vidas; todas contestaron, según la revista, “el nacimiento de mis hijos”. Para muchas mujeres esa fue la experiencia de dar a luz. La sola idea de parir y que te roben el hijo sin siquiera verlo; de tener que vivir 39 años sabiendo que él o ella vive en algún lado y no sabe nada de su origen, es lo más parecido a la idea del infierno en vida que se puede pensar. Es la inhumanidad más atroz que, sin embargo, sólo los humanos podemos realizar, como diría Hannah Arendt.
El segundo pensamiento es colectivo. Cada vez que aparece uno más de estos casos, le recuerda a toda la sociedad argentina de qué se trató la dictadura realmente. Las dictaduras no son sólo problemas; no son sólo suspensión de la institucionalidad, episodios de irracionalidad política que luego nos avergonzarán. Las dictaduras rompen la vida cotidiana de las personas, sus cuerpos, sus vidas, sus maternidades, la de sus hijos. Las dictaduras se sienten en el cuerpo, en la familia, en las identidades de las personas 40 años después. Cada vez que aparece uno de estos casos vuelve a quedar en claro el calibre, la carnadura de aquellos y aquellas que participaron activamente en estos actos de violencia.
La sola idea de parir y que te roben el hijo sin siquiera verlo; de tener que vivir 39 años sabiendo que él o ella vive en algún lado y no sabe nada de su origen, es lo más parecido a la idea del infierno en vida que se puede pensar.
El tercer pensamiento es político. Nuestra democracia le debe una inmensa deuda a las organizaciones de derechos humanos: a las Madres, a las Abuelas, a la APDH, al CElS, a Familiares de Detenidos y Desaparecidos, al pastor José De Luca y a su Movimiento Ecuménico de los Derechos Humanos, al SERPAJ de Adolfo Pérez Esquivel, al rabino Marshall Meyer, a la Pastoral Social y a obispos ya fallecidos como Jaime De Nevares y Miguel Hesayne y a tantos otros. Todo ese archipiélago de organizaciones sólo pidió desde el inicio “Juicio y Castigo”. En todos estos años no hubo un sólo caso de instigación a la violencia por la propia mano por parte de familiares de detenidos desaparecidos, ni siquiera en los años luego de las leyes de Obediencia Debida y Punto Final y de los Indultos, cuando lograr esto en los tribunales parecía imposible. Esto no quiere decir que uno deba estar de acuerdo con las opciones políticas posteriores de algunas de estas personas u organizaciones (en el caso de Hebe de Bonafini, su ruptura con las Madres se produjo a finales de los ochenta), o con su discurso, o con sus simpatías políticas. No se trata de santos o personas a los que se les debe reverencia; se trata de que su legado, en un punto, las excede.
El último pensamiento es casi filosófico. Es probable que en los próximos días volvamos a escuchar llamados a la “reconciliación” y exhortaciones a construir diálogos entre ex detenidos o familiares de detenidos y partícipes de la represión. Pero la reconciliación es un valor y una decisión privada que, aunque pueda ser admirable, no puede ser forzada por el Estado: una persona elige -o no- con quién y cómo reconciliarse; por otra parte, es la comunidad política la que decide sobre la justicia. Los crímenes de la dictadura no pertenecen al orden privado, sino público: no es una cuestión privada entre A, torturado, y B, torturador. La clave del hecho es que fueron crímenes cometidos contra todos los habitantes de este país, aún contra los que no fueron ni presos ni desaparecidos, contra la posibilidad misma de vivir en una comunidad sin miedo, contra el Estado argentino y la democracia posible. La reconciliación es personal, la justicia pertenece a lo público y lo estatal y es lo que fundamenta cualquier estado de derecho. La reconciliación puede ser admirable, pero la justicia es necesaria.
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