REPRESIÓN DE LA PROTESTA

Liberar las rutas

Una de las iniciativas del flamante gobierno de Mauricio Macri, que han suscitado tmás discusión ha sido el anuncio de la ministra Patricia Bullrich acerca de avanzar en un protocolo de regulación de la protesta social. Este protocolo sería además coordinado con los gobernadores provinciales para que Nación y provincias pudieran “compartir el costo social” de la represión.

María Esperanza Casullo
Entre las muchas iniciativas que está desplegando el flamante gobierno de Mauricio Macri, pocas han suscitado tanta discusión como el anuncio por parte de la ministra Patricia Bullrich de una decisión de avanzar en un protocolo de regulación de la protesta social. Este protocolo sería además coordinado con los gobernadores provinciales, entre otras cosas (como informó el diario Río Negro) para que Nación y provincias pudieran “compartir el costo social” de una (se supone) mayor represión de la protesta en general y los piquetes en las rutas en particular. El espíritu de la nueva política pudo verse en acto hace pocos días cuando la Gendarmería Nacional desalojó de manera violenta un corte de ruta en la entrada al aeropuerto de Ezeiza por parte de los trabajadores de la empresa “Cresta Roja” que habían perdido su fuente laboral.

En el discurso de la ministra Bullrich se repite de la idea de que no se quiere criminalizar la protesta social sino “regularla” y que los piquetes en rutas sin ser ilegales per se, entran en conflicto el derecho de las demaś personas a transitar libremente por lo que deben ser limitados y de ser posibles eliminados. Hay que señalar que esta posición tiene un apoyo de importantes sectores sociales que o bien ven sus rutinas cotidianas impedidas por frecuentes cortes, o bien tienen un rechazo más generalizado hacia lo que se ve como una tendencia a la anomia social y una amenaza hacia el orden establecido.

El objetivo de esta columna no es debatir si los cortes de ruta constituyen de por sí un delito o si por el contrario están protegidos por las garantías constitucionales al libre discurso o al derecho a peticionar a las autoridades. Por una parte, no soy abogada constitucionalista y por el otro hay abundantes opiniones al respecto. Roberto Gargarella, por ejemplo, es el exponente más conocido de la escuela que sostiene que los cortes de ruta deben ser aceptados como forma de acción colectiva legítima, mientras que otros (entre los que se se cuentan el nuevo miembro de la Corte Suprema insólitamente designado por decreto presidencial Carlos Rosenkranz) son escépticos frente a esta posibilidad.

Hay que señalar que la posición de la ministra Bullrich tiene un apoyo de importantes sectores sociales que o bien ven sus rutinas cotidianas impedidas por frecuentes cortes, o bien tienen un rechazo más generalizado hacia lo que se ve como una tendencia a la anomia social y una amenaza hacia el orden establecido.


Mi argumento es más simple y empírico y nace de varios años de estudiar las formas de demanda de la sociedad civil en Argentina y cuatro décadas de vivir en o conectada a una provincia en donde la protesta social abunda, Neuquén. No importa si uno piensa que los piquetes están bien o mal, el hecho innegable es que los piquetes suceden y seguirán sucediendo, al menos en el futuro inmediato.

El piquete seguirá sucediendo porque es una forma de protesta rápida, fácil de organizar, y de impacto garantizado. Es rápida y fácil porque a diferencia de otras formas de protesta (una marcha, por ejemplo) requiere pocas personas para ser iniciadas y escasa organización previa: juntar 20 personas, conseguir unas gomas para quemar y movilizarse hacia una ruta o puente es todo lo que se necesita. En este sentido, cualquier comparación entre los piquetes y, por ejemplo, las huelgas es incorrecta ya que las huelgas dependen de la infraestructura organizativa que genera y asegura un sindicato; además, hay un siglo o más de legislación, antecedentes legales y protocolos que regulan el derecho a huelga. Las huelgas además sólo sirven para presionar a la patronal en un contexto especial, el laboral; no es casual que el piquete fuera “inventado” por desocupados petroleros de Tartagal y Cutral Co, es decir, justamente poblaciones que habían perdido su estatus laboral.

El piquete es una herramienta de claim-making al alcance de casi cualquier grupo social que tenga una demanda, sean estos empleados o desempleados, vecinos que piden un semáforo, mujeres que protestan feminicidios, dueños de chacras frutícolas del Valle (que protagonizaron un corte de ruta entre Neuquén y Cipolletti de casi un mes de duración el mes pasado) o productores sojeros (recordemos “los piquetes de la abundancia” del 2008). Como además es imposible custodiar con la policía cada metro de ruta de nuestro extenso país, el piquete va a seguir siendo una herramienta de presión al alcance de la mano.

No es casual que el piquete fuera “inventado” por desocupados petroleros de Tartagal y Cutral Co, es decir, justamente poblaciones que habían perdido su estatus laboral.


Resulta entonces casi divertido leer que un gobierno quiere “eliminar los piquetes” o “asegurarse de que los piquetes sucedan pero con permiso” y que “regular la protesta no significa reprimir”. La pregunta que éste y cualquier gobierno debe responderse a sí mismo y de cara a la sociedad no es “cómo evitaremos que sucedan piquetes” sino “que haremos una vez que hayan sucedido”, porque los mismos sucederán. La verdadera cuestión es qué curso de acción se tomará cuando un grupo de vecinos indignados por un problema X hayan decidido cortar una ruta espontáneamente (lo que, como digo, sucederá).

Si efectivamente se desea liberar esa ruta a como de lugar, entonces habrá que reprimir con las fuerzas de seguridad para hacerlo. Esto puede ser atractivo frente a la opinión pública pero sigue siendo riesgoso, porque como pudo ver Jorge Sobisch con el asesinato de Carlos Fuentealba o Eduardo Duhalde con los asesinatos de Maximiliano Kosteki y Darío Santillán es notoriamente difícil lograr que las fuerzas de seguridad peguen, pero poco. El límite entre represión y transgresión y violencia policial generalizada es muy difícil de mantener. Si los gobiernos kirchneristas no criminalizaron la protesta social (salvo por el momento final, en donde se quiso impedir ciertas manifestaciones) no fue, aventuro, por un fuerte compromiso ideológico sino porque luego del 2002 interpretaron que los costos de la represión eran demasiado altos. Si no se desea entrar en el riesgoso camino de la represión habrá que negociar y contemporizar. Alternativas mágicas no existen.

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