- Opinion
- 12.02.2016
OPINIÓN
La construcción de un relato: Mauricio Macri como cabeza de estado
El éxito político del PRO que llevó a la presidencia a Mauricio Macri se debió a la construcción de un cierta imagen personal de los dirigentes. Funcionó en la campaña ¿funcionará en el Gobierno?
Néstor Kirchner y Cristina Fernández de Kirchner, confiaban, como en general lo hacen los candidatos peronistas, mucho más en una intuición política afinada luego de décadas de hacer política que en los resultados de encuestas y focus. Esto tiene por supuesto riesgos: la intuición puede generar momentos de verdadero “efecto de verdad”como diría Christian Metz (como lo fue el golpe en el rostro de Néstor Kirchner en su asunción) pero también inmensos pifies, como la resistencia de Cristina Fernández de percibir el cansancio social con las cadenas nacionales y los actos militantes en la Casa Rosada. Por su parte los dirigentes radicales como Julio Cobos o Ernesto Sanz no parecen querer salirse de una presentación de sí más típica del partido “republicano”: formalidad, prolijidad y ocultamiento de la vida personal (¿Alguien conoce la conformación de la familia de Ernesto Sanz, a su esposa y sus hijos? No, se mantienen en el ámbito de lo privado, en línea con una tradición que se remonta a Raúl Alfonsín.)
Lo difícil no es realizar un focus group que indique que a la gente le gusta más que el candidato se vista con camisa blanca o celeste sino lograr que ese mismo candidato asuma la disciplina necesaria para vestir sólo un tipo de camisa durante un año o más de su vida.
Esta disciplina del PRO, este alineamiento discursivo y, hasta diríamos estético y de presentación personal, resultó una de las mayores fortalezas del Partido de cara a las elecciones de noviembre pasado. Uno de los problemas de la campaña del Frente Para la Victoria fue que, en realidad, no hubo nunca una única campaña unificada sino que cada candidato tenía una una autonomía amplia para decidir mensajes, discursos, colores y matices de la comunicación, mientras que el PRO tenía solo una paleta de colores, un tipo de fotografías, un único discurso de alegría, vida plácida, y armonía centrado en el significante vacío del “Cambiemos”.
Las imágenes relajadas y la ostentación pública de lo privado que hace el PRO parecen natural, pero como cualquier “stylist” sabe, no hay nada más esforzado que parecer natural. No hay que minimizar el trabajo interno y la disciplina que requiere mantener dentro de esa coherencia todos los y las dirigentes de un partido político nacional. Sin dudas, el PRO cuenta con dos factores que favorecen esta disciplina: por un lado, los ocho años de trabajo y gobierno de la Ciudad de Buenos Aires y por el otro el un cierto ethos proveniente del mundo de la empresa privada de muchos de sus dirigentes principales. En una empresa privada la construcción de “marcas”, de “productos” y de “imágenes corporativas” es práctica usual y (paradójicamente) la reflexividad constante hacia la eficacia de la propia práctica es mayor que la que existe en la esfera política. Si una empresa decide lanzar una línea nueva de galletitas es usual que organice una serie de focus groups para testearlas: si al 80% de los entrevistados dice que le gustan más las de chocolate, pues fabricará las de chocolate; si las entrevistadas prefieren las de azúcar, se fabricarán las de azúcar. No hay ni escándalo, ni culpa, ni vacilación en intentar cumplir con lo que el mercado demanda. (Denostar al marketing político, por otra parte, significa ignorar que existe un valor democrático en preguntarle a la gente qué es lo que prefiere para intentar acomodarse a ello, pero eso es material para otra nota.)
Por supuesto, la construcción de imagen de campaña es una cosa y la comunicación en el gobierno, muy otra. Durán Barba sostiene que a la gente no le importa casi nada la gestión concreta sino los símbolos emocionales: al PRO “le da más votos Balcarce que la alianza con Massa.”. Es probable que tenga razón el consultor (ganaron, después de todo), pero queda la duda de si esta estrategia que fue efectiva en campaña lo sea en el gobierno. Un candidato puede no prometer más nada que alegría, trabajo, paz y amor, pero un gobernante tiene, por fuerza, que tomar decisiones que involucran a ganadores y perdedores, y explicarlas de cara a la sociedad.
Las imágenes relajadas y la ostentación pública de lo privado que hace el PRO parecen natural, pero como cualquier “stylist” sabe, no hay nada más esforzado que parecer natural.
En este sentido, vemos que la construcción del “Mauricio Macri presidente” intenta algo que es novedoso en la historia política que va de 1983 hasta hoy. Por una parte, la preocupación constante, disciplinada y analítica con la construcción de la imagen presidencial continúa más que nunca (ahora ayudada por la acción no sólo de los medios principales como Clarín y La Nación sino la totalidad de los medios públicos.) Pero el contenido de esa construcción es original: rompiendo con la tradición argentina de mostrar a los presidentes como personas ejecutivas, resolutivas y “al comando”, Mauricio Macri es presentado más como cabeza de estado que como cabeza del ejecutivo. La construcción de la imagen de Mauricio Macri y su familia tiene más en común con el tratamiento de un jefe ceremonial del estado: siempre en entornos muy cuidados y agradables, haciendo ostentación pública de su felicidad privada, de su familia de sus características no de buen gobernante sino de buena persona. Lo central es que Macri no se muestra mucho en función gubernativa y tampoco, la clave, da nunca malas noticias. Esto queda para los ministros, sobre todo para Marcos Peña, Rogelio Frigerio, Susana Malcorra y Germán Garavano.
¿Resultará esta estrategia en el gobierno? Sin duda fue exitosa en la campaña. Queda por verse si la imagen de “Mauricio Macri, jefe de estado que sobrevuela los problemas” podrá sobrevivir al primer conflicto serio que tenga su gobierno. Que lo tendrá, sin duda, en algún momento, como lo tuvieron todos los presidentes constitucionales del país, porque esta es al fin y al cabo la Argentina, un país donde la política es todo menos rutinaria.
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