- Opinion
- 16.03.2016
SEBASTIÁN FERNÁNDEZ
Presentes calamitosos, futuros venturosos
Para el paradigma reaccionario el objeto último de la política no es intentar mejorar hoy la vida de los ciudadanos sino hacerlo en un futuro más o menos indefinido. Es por eso que las mejores del presente son vistas como sospechosas o clientelares.
Ese pasado tan virtuoso como imaginario tiene su correlato en un presente siempre decadente, del que sólo podemos salir con dolor y sacrificios.
Esa es otra de las letanías reaccionarias que han logrado permear el sentido común ciudadano, aún entre quienes no se definen como específicamente reaccionarios: los presentes calamitosos como paso necesario hacia los futuros venturosos.
Para este extraño paradigma reaccionario el objeto último de la política no es intentar mejorar hoy la vida de los ciudadanos sino hacerlo en un futuro más o menos indefinido. Es por eso que las mejores del presente son vistas como sospechosas o, más grave aún, clientelares. Hay algo de cristianismo primitivo en ese rechazo a las mejoras en vida, como si el Paraíso del ciudadano dependiera también, como el del ermitaño en el desierto, de la expiación de vaya uno a saber qué culpas con penitencias y cilicios.
De más está decir que esa necesaria mortificación nunca es una obligación colectiva. Como la cirugía mayor sin anestesia que preconizó Carlos Menem y que sólo se aplicó en miembros ajenos, los cilicios sólo le tocan a las mayorías, clases medias y bajas.
Esa distribución creativa de los sacrificios no es una costumbre exclusivamente local. En España, mientras los asalariados han perdido 25% de sus sueldos y más del 20% de sus conciudadanos están sin empleo, el 1% más rico es aún más rico que cuando empezó la crisis. Los futuros venturosos suelen ser más expeditos para algunos y los presentes calamitosos más duraderos para otros.
Nuestra historia está plagado de ejemplos. El general Lonardi, luego del golpe contra Juan Domingo Perón explicó que se vivía la “situación más desastrosa de nuestra historia económica” ya que “el país (…) impulsado por una tremenda insensatez a tratado de consumir más de lo que producía”. Años después, Alvaro Alsogaray, ministro de Economía del presidente Arturo Frondizi explicó que había “que pasar el invierno”.
Más cerca de nosotros, el breve ministro de Economía del gobierno de la Alianza Ricardo López Murphy denunció “los vicios del despilfarro del gasto público” (sí, durante el menemismo) y planteó un ajuste que no pudo llevar a cabo, renunciando al día siguiente, pocos meses antes de la debacle del 2001.
Según el pensamiento reaccionario, en la Argentina de la última década ha habido una fiesta, lo que para ese tipo de pensamiento siempre es malo. Pero lo más notable es que en esa fiesta no se incluyen las enormes ganancias de las principales empresas del país, sólo el mismo “despilfarro” denunciado por López Murphy y Lonardi. Los fiesteros no serían entonces banqueros, empresarios de telefonía o exportadores de soja sino empleados públicos, colegiales que recibían una laptop desde el Estado o beneficiarios de asignaciones familiares.
Hace unos días supimos que también eran fiesteros los jubilados que recibían la mínima pese a no contar con los aportes correspondientes por no haber sido registrados por sus empleadores. El nuevo responsable de la ANSES alabó los resultados de las moratorias jubilatorias (que permitieron ampliar la cobertura previsional de 65% a 97%) pero explicó que a partir de septiembre no se renovarían y que se buscaría un sistema mejor, “en el futuro”.
Así, una vez más, vuelven las políticas serias que abjuran del “pan para hoy y hambre para mañana” dejándonos sin pan desde hoy en pos de un futuro sin hambre en el que, como señaló el barón Keynes, todos estaremos muertos.
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