OPINION

El desarrollo urbano y la profecía (incumplida) del derrame

Desde que asumió Mauricio Macri en 2008, pero con particular intensidad con la jefatura de gobierno de Horacio Rodríguez Larreta iniciada en 2015, la Ciudad de Buenos Aires encaró una agresiva política de liquidación de activos públicos como uno de los principales vectores de su modelo de gestión territorial.

Manuel Socias
Conceptualmente, la propuesta consiste en "reconocer" que la ciudad “la hacen” los desarrolladores privados y para ello necesitan proyectar una renta que el Estado debe apuntalar. Para esta forma de concebir la gestión del territorio, el rol del Estado consiste precisamente en generar las condiciones para que el negocio sea atractivo. De esta forma, los motores de la política pública para la gestión de la ciudad son la puesta en venta de inmuebles y tierras públicas, los cambios de zonificación para aumentar la constructibilidad y el desarrollo de infraestructura pública necesaria para viabilizar emprendimientos privados. 
 
Paradójicamente, la urbanización de villas y asentamientos actualmente en proceso también se inscribe en esta mirada del desarrollo territorial. La propuesta consiste en correr la frontera del mercado para que más sectores de la ciudad reciban sus “beneficios”. La urbanización en marcha en la villa 31, aunque bienvenida, podría ser leída en esa clave. Urbanizarla e integrarla al resto del tejido urbano es una forma más amable de introducir esas tierras en el mercado inmobiliario que se quiere expandir.
 
La profecía es que la inversión inmobiliaria de carácter privado derramará sus beneficios sobre el resto del tejido urbano y social, siempre y cuando el sector público garantice las condiciones mínimas para la inversión. Sin embargo, esta forma de pensar la ciudad no produce los resultados declamados y, lejos de ser inocua, interviene en la producción urbana a través del desequilibrio y la fragmentación social. A donde hay potencial desde el punto de vista del mercado, van los desarrolladores locales e internacionales y el Estado detrás haciendo los deberes para facilitar las iniciativas. Donde, por el contrario, el mercado “no la ve” el Estado tampoco se asoma.
 
Así, Buenos Aires se configura como una ciudad dual. Por un lado, una franja norte “globalizada”, muy linda y bien cuidada, incorporada al flujo de capitales y con todos los equipamientos y servicios públicos y privados de las grandes ciudades del mundo. Por otro, la zona sur abandonada, donde no hay horizonte de negocios y, por tanto, tampoco inversiones públicas ni privadas.
 
La desigualdad resultante se refleja en todos los indicadores sociales. En la Comuna 8, por ejemplo, el ingreso medio es 52% más bajo que en el total de la ciudad; el desempleo más que el doble que en las comunas del norte; la tasa de fecundidad adolescente es diez veces superior que la que se registra en Recoleta; y el 40% de sus asalariados no tiene aportes jubilatorios.
 
El abandono del Estado se expresa, asimismo, en las carencias más elementales (en la Comuna 8, por ejemplo, no hay un sólo hospital público -el Cecilia Grierson de hospital sólo tiene el nombre-, y 1 de cada 3 de sus habitantes vive en villas o asentamientos), pero también en los detalles. Según un informe reciente de La Fábrica Porteña, por ejemplo, el 62% de la inversión para obras en espacios verdes está destinado a la zona norte, mientras que las comunas del sur sólo reciben el 3%.
 
La discusión de fondo es el remanido debate entre sociedades de mercado o sociedades con mercado. Para las primeras, la lógica mercantil produce por sí misma los equilibrios sociales y territoriales óptimos y cualquier intervención pública debe ir en el sentido de promoverla y quitarle obstáculos. Para las sociedades con mercado, por el contrario, el acceso a un piso de bienestar debe estar desmercantilizado, esto es, garantizado y provisto por el Estado. En las sociedades con mercado, pero no de mercado, la iniciativa privada o el emprendourismo  tienen lugar y pueden ser perfectamente estimulados, pero no son el principal criterio ordenador de las relaciones sociales y territoriales. Deben primar, en rigor, criterios no mercantiles para decidir qué hacer con el suelo de la Ciudad.
 
Nuestra ciudad es ya un hecho urbano consolidado. No hay margen para grandes transformaciones. De lo que se trata es de redistribuirla, de democratizarla. Esta redistribución, vale aclarar, no se produce de forma espontánea y a través del mercado. Por el contrario, necesita un Estado que asuma de forma plena estas competencias promoviendo políticas, obra pública e inversiones en una clave de extensión y ampliación del acceso a derechos para acortar la brecha existente en las condiciones de vida de los distintos barrios porteños.  

El autor pertenece a La Fábrica Porteña

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