- Opinion
- 22.10.2015
12 AÑOS
Otra historia
Este domingo se votará al nuevo presidente de la Argentina, y por primera vez en 12 años no habrá ni un Kirchner ni una de Kirchner en la boleta. Llegamos a este día, porque, al fin y al cabo, todo llega.
Este domingo se votará al nuevo presidente de la Argentina, y por primera vez en 12 años no habrá ni un Kirchner ni una de Kirchner en la boleta.
Llegamos a este día, porque, al fin y al cabo, todo llega.
Hace doce años, en 2003, éramos otros. Éramos más jóvenes. Muchos no teníamos hijos, que nacieron en este tiempo. Muchos perdimos a padres, amigos, familiares que hoy no están. En este tiempo estudiamos, trabajamos, comenzamos estudios de grado o de posgrado que parecían interminables y los terminamos; abrimos blogs, discutimos en blogs, cerramos blogs, nos mudamos a Twitter, abrimos Instagrams, cerramos Instagram, abrimos columnas en otros lados. Viajamos, nos mudamos, hicimos cosas, algunas que salieron bien y otras que no tanto.
Y acá estamos. Llegamos. Aún cuando pareciera por momentos que no llegábamos.
Recuerdo el verano del año 2002 cuando un conocido politólogo me dijo en un almuerzo “temo que estemos en vísperas de la disolución nacional”. Y también el día en que con una multitud marchamos para protestar por el asesinato de Maximiliano Kosteki y Darío Santillán (bajo la lluvia, creo que fue la marcha más triste y rabiosa luego de doce años con muchas marchas tristes y rabiosas por los indultos) y un viejo y querido militante de izquierda me agarró del hombro y me dijo “me parece que ahora sí, ahora sí están dadas las condiciones objetivas para la Revolución”.
Ninguna de las dos cosas sucedió: no vino ni la disolución nacional, ni la Revolución. La realidad se obstinó en ser más híbrida y más interesante que nuestros deseos y temores. Lo que vino fue una recomposición de la autoridad del sistema político engendrada (como se pudo y a los ponchazos) por el propio sistema político. De la renuncia de un presidente ya totalmente desgastado (y que decidió sumar a su inevitable salida del gobierno una criminal e incomprensible represión a los que manifestaban) se salió con una serie de negociaciones, compromisos y soluciones ad hoc que fueron, sin embargo, institucionales. La política, la tan vilipendiada y denostada política, se puso al hombro la tarea de salvar a la política, y lo logró. (Nadie dijo que esto fuera lindo o prolijo, pero sucedió y fue mejor que las alternativas que se contemplaban, como el Comité de Expertos Internacionales propuesto por Rudi Dornbusch.) El Congreso -ese órgano que tanto amamos detestar- se puso la crisis al hombro y nombró un presidente de su seno, y luego otro, y así hasta Eduardo Duhalde, quien soñó con ser, finalmente, electo presidente y no pudo serlo--y esta vez no hubo a quien culpar salvo a él mismo. Duhalde se las ingenió para, antes de irse, empujar a un gobernador casi desconocido hasta la meta y el resto, como dicen, es historia. En el 2003 finalmente se llamó a elecciones y el 25 de mayo de 2003 asumió Néstor Kirchner.
Esa historia que ahora contiene doce años de gobierno kirchnerista. Más años consecutivos de los que gobernaron Perón o Menem. Más años que cualquier presidente desde 1983 hasta la fecha. Los jóvenes de 16 años que ahora votan tenían cuatro cuando Néstor Kirchner asumió: literalmente no recuerdan los gobiernos anteriores a éste.
Los pronósticos más apocalípticos no se cumplieron, y tampoco pasamos a ser mágicamente un Paraíso sobre la tierra. Y sin embargo, aquí estamos, más viejos, con más hijos, con más ausentes y con más recuerdos. Cada uno sabrá el balance que hace sobre estos años; sin duda yo escribiré el mío en su momento. Hoy a sólo tres días de la elección presidencial, todavía estamos en el vértigo de la campaña y no es el momento, todavía, para hacer la cuenta final.
Puesta a elegir una fortaleza del gobierno que se va diría que ésta fue gobernar del primer al último día. En un país que había visto a un presidente elegido con el 50% de los votos y en el medio de una notable ola de esperanza y buena fe retirarse rodeado de descrédito, desesperanza y violencia, el sólo hecho de dar la sensación de estar en control de las circunstancias y de poder atravesar las crisis seriales con las que nos sorprende nuestro hermoso país (varias de ellas creadas por el mismo gobierno, como la crisis del campo en 2008) durante años fue su principal capital político. Por doce años la Argentina se transformó en un país en el que todos (aún los antikirchneristas) tenían la sensación de que el presidente o la presidenta era la persona con más poder del sistema político: no el ministro de economía, no el enviado del FMI, no el jefe de gabinete, no Eduardo “Chasman” Duhalde, no el secretario general de la CGT, no el presidente de la Cámara de Diputados o el jefe del bloque mayoritario del Senado; tampoco el jefe de la SIDE o el secretario general de la presidencia. El o la president@, sólo ellos.
Y ahora este modelo -centralizado, obsesionado con la gobernabilidad, antagonista, astuto, opaco, movilizante- dará paso a otro. Y la sensación que existe es de incertidumbre. Porque todos (kirchneristas y antikirchneristas) habían desarrollado algo así como una habitualidad al peculiar estilo del liderazgo gobernante. Aún quienes detestaban a este gobierno se habían habituado al juego que éste proponía. Un juego que, a partir de diciembre, cambiará.
Pero esa es otra historia, a la cual esperamos, también poder recorrer. Por ahora, a votar el domingo.
Llegamos a este día, porque, al fin y al cabo, todo llega.
Hace doce años, en 2003, éramos otros. Éramos más jóvenes. Muchos no teníamos hijos, que nacieron en este tiempo. Muchos perdimos a padres, amigos, familiares que hoy no están. En este tiempo estudiamos, trabajamos, comenzamos estudios de grado o de posgrado que parecían interminables y los terminamos; abrimos blogs, discutimos en blogs, cerramos blogs, nos mudamos a Twitter, abrimos Instagrams, cerramos Instagram, abrimos columnas en otros lados. Viajamos, nos mudamos, hicimos cosas, algunas que salieron bien y otras que no tanto.
Y acá estamos. Llegamos. Aún cuando pareciera por momentos que no llegábamos.
Recuerdo el verano del año 2002 cuando un conocido politólogo me dijo en un almuerzo “temo que estemos en vísperas de la disolución nacional”. Y también el día en que con una multitud marchamos para protestar por el asesinato de Maximiliano Kosteki y Darío Santillán (bajo la lluvia, creo que fue la marcha más triste y rabiosa luego de doce años con muchas marchas tristes y rabiosas por los indultos) y un viejo y querido militante de izquierda me agarró del hombro y me dijo “me parece que ahora sí, ahora sí están dadas las condiciones objetivas para la Revolución”.
Ninguna de las dos cosas sucedió: no vino ni la disolución nacional, ni la Revolución. La realidad se obstinó en ser más híbrida y más interesante que nuestros deseos y temores. Lo que vino fue una recomposición de la autoridad del sistema político engendrada (como se pudo y a los ponchazos) por el propio sistema político. De la renuncia de un presidente ya totalmente desgastado (y que decidió sumar a su inevitable salida del gobierno una criminal e incomprensible represión a los que manifestaban) se salió con una serie de negociaciones, compromisos y soluciones ad hoc que fueron, sin embargo, institucionales. La política, la tan vilipendiada y denostada política, se puso al hombro la tarea de salvar a la política, y lo logró. (Nadie dijo que esto fuera lindo o prolijo, pero sucedió y fue mejor que las alternativas que se contemplaban, como el Comité de Expertos Internacionales propuesto por Rudi Dornbusch.) El Congreso -ese órgano que tanto amamos detestar- se puso la crisis al hombro y nombró un presidente de su seno, y luego otro, y así hasta Eduardo Duhalde, quien soñó con ser, finalmente, electo presidente y no pudo serlo--y esta vez no hubo a quien culpar salvo a él mismo. Duhalde se las ingenió para, antes de irse, empujar a un gobernador casi desconocido hasta la meta y el resto, como dicen, es historia. En el 2003 finalmente se llamó a elecciones y el 25 de mayo de 2003 asumió Néstor Kirchner.
Esa historia que ahora contiene doce años de gobierno kirchnerista. Más años consecutivos de los que gobernaron Perón o Menem. Más años que cualquier presidente desde 1983 hasta la fecha. Los jóvenes de 16 años que ahora votan tenían cuatro cuando Néstor Kirchner asumió: literalmente no recuerdan los gobiernos anteriores a éste.
En estos doce años, pasaron muchas cosas, y otras no. El kirchnerismo no cayó antes de tiempo. Ni Néstor Kirchner ni Cristina Fernández de Kirchner renunciaron o fueron sometidos a juicio político, como se pronosticó varias veces. Néstor Kirchner murió de un infarto, y su funeral o fue un desborde épico de cariño que sorprendió a todos o fue organizado por Fuerza Bruta. No se produjo ni un autogolpe, ni una tiranía, ni se vieron milicias armadas de La Cámpora patrullando en las calles. Tampoco se eliminó la pobreza, ni alcanzamos el pleno empleo, ni se mejoró sustantivamente el sistema de salud, ni se resolvieron los problemas de calidad y de acceso de la educación pública. No hubo una hiperinflación, pero tampoco el gobierno logró bajar de los dos dígitos en los últimos ¿ocho? años. El Congreso no se cerró, ni se gobernó por decreto de necesidad y urgencia pero la administración burocrática del estado no se fortaleció como debiera ser.Ahora este modelo -centralizado, obsesionado con la gobernabilidad, antagonista, astuto, opaco, movilizante- dará paso a otro. Y la sensación que existe es de incertidumbre.
Los pronósticos más apocalípticos no se cumplieron, y tampoco pasamos a ser mágicamente un Paraíso sobre la tierra. Y sin embargo, aquí estamos, más viejos, con más hijos, con más ausentes y con más recuerdos. Cada uno sabrá el balance que hace sobre estos años; sin duda yo escribiré el mío en su momento. Hoy a sólo tres días de la elección presidencial, todavía estamos en el vértigo de la campaña y no es el momento, todavía, para hacer la cuenta final.
Puesta a elegir una fortaleza del gobierno que se va diría que ésta fue gobernar del primer al último día. En un país que había visto a un presidente elegido con el 50% de los votos y en el medio de una notable ola de esperanza y buena fe retirarse rodeado de descrédito, desesperanza y violencia, el sólo hecho de dar la sensación de estar en control de las circunstancias y de poder atravesar las crisis seriales con las que nos sorprende nuestro hermoso país (varias de ellas creadas por el mismo gobierno, como la crisis del campo en 2008) durante años fue su principal capital político. Por doce años la Argentina se transformó en un país en el que todos (aún los antikirchneristas) tenían la sensación de que el presidente o la presidenta era la persona con más poder del sistema político: no el ministro de economía, no el enviado del FMI, no el jefe de gabinete, no Eduardo “Chasman” Duhalde, no el secretario general de la CGT, no el presidente de la Cámara de Diputados o el jefe del bloque mayoritario del Senado; tampoco el jefe de la SIDE o el secretario general de la presidencia. El o la president@, sólo ellos.
Y ahora este modelo -centralizado, obsesionado con la gobernabilidad, antagonista, astuto, opaco, movilizante- dará paso a otro. Y la sensación que existe es de incertidumbre. Porque todos (kirchneristas y antikirchneristas) habían desarrollado algo así como una habitualidad al peculiar estilo del liderazgo gobernante. Aún quienes detestaban a este gobierno se habían habituado al juego que éste proponía. Un juego que, a partir de diciembre, cambiará.
Pero esa es otra historia, a la cual esperamos, también poder recorrer. Por ahora, a votar el domingo.
COMENTARIOS