- Opinion
- 13.04.2016
Corrupción II
Sospechas de corrupción, kriptonita de la política
Contrariamente a lo que se piensa, el rechazo de Macri y Boudou a renunciar es una buena señal hacia la política electoral. Es por eso que las sospechas de corrupción son la kriptonita que los medios tienen contra la política.
En mayo del 2010, Mauricio Macri fue procesado por la causa de las escuchas ilegales. Si el ex jefe de gobierno hubiera dado crédito a la oposición de aquel momento y a gran parte de los medios que exigieron la renuncia del por aquel entonces vicepresidente Amado Boudou –quien fue imputado y luego procesado por la causa Ciccone- debería haber renunciado en aquel momento. Esa renuncia habría impedido que los porteños lo reeligieran como Jefe de Gobierno en 2011 y que los argentinos lo votasen mayoritariamente para presidente en las últimas elecciones, lo que también hubiera impedido que asuma como finalmente lo hizo, unos días antes de que fuera sobreseído de aquella causa, luego de seis años de procesamiento judicial.
Contrariamente a lo que suelen creer los entusiastas de la Heidipolitik, el rechazo de Macri y Boudou a renunciar es una buena señal hacia la política electoral. Teniendo en cuenta los plazos generosos de las investigaciones judiciales en la Argentina, exigir que nuestros representantes renuncien a sus cargos electorales por estar procesados equivale a decretar su casi segura muerte política. Pero, sobre todo, significa otorgar un poder de veto a nuestros jueces, que pueden mantenerlos en ese limbo legal durante un tiempo indefinido.
Las investigaciones judiciales son, en realidad, la punta del iceberg de “la corrupción”, tema que desde hace casi 20 años forma parte de nuestras preocupaciones ciudadanas (como señalé en la columna anterior). La parte del león de esa preocupación no la constituyen las investigaciones, ni aún menos las sentencias, sino las “sospechas de corrupción”.
Más allá del escándalo de los Panamá Papers que provocó que, en unos pocos días y tras una notable pirueta discursiva, periodistas avezados en convertir rumores en certezas se transformasen en cultores de la prudencia, lo cierto es que las sospechas de corrupción siguen siendo la manera más eficaz con la que disponen los medios para presionar a nuestros gobernantes. Su poder reside en que no hay forma de evitarlas.
Imaginemos que, durante nuestra fiesta de casamiento, descubriéramos que el fotógrafo que contratamos nos detesta. Durante toda la fiesta intentaríamos mantener una cierta compostura para evitar ser escrachados, pero todos nuestros esfuerzos resultarían vanos: las fotos nos mostrarían bostezando, tosiendo sobre la torta, mirando el escote de una cuñada o metiéndonos un dedo en la nariz. Ocurre algo similar con las sospechas de corrupción: entre los miles de actos, iniciativas, compras u órdenes que un funcionario lleva a cabo durante sus funciones es estadísticamente imposible no encontrar algo sospechoso. Contrató a un pariente, o a un amigo de un pariente, compró una partida de guardapolvos a un proveedor sospechoso o no pagó un viaje en avión privado (como les ocurrió a Macri y a Boudou, con suerte judicial dispar).
Esta presión llega, incluso, a alimentar las investigaciones judiciales, como en el caso de la causa por el dólar futuro, en la que el juez Bonadío hizo manualidades con recortes de prensa y llegó a tomar declaración al economista Pablo Gerchunoff por un tweet irónico publicado sobre el tema, un hecho asombroso aún para los estándares amplios de nuestra Justicia Federal.
Es por eso que las sospechas de corrupción son la kriptonita que los medios tienen contra la política pero también contra el sistema judicial, dado que si los supuestos no se traducen en condenas, no solo el político es corrupto, la sombra también recae sobre el juez.
Por supuesto, no se trata de negar la corrupción en la función pública ni de abogar por algún tipo de impunidad, sino de intentar frenar el ruido de fondo de la sospecha eterna y, sobre todo, de quitarle esa kriptonita de las manos a los holdings de medios, quienes forman parte de la lucha política pero no conocen el desgaste electoral y se presentan sólo como un espectador más.
Retomando la analogía del casamiento, nuestros políticos deberían seguir adelante sin ocuparse de ese fotógrafo malintencionado y nosotros deberíamos aprender a valorar su gestión no en base a fotografías distorsionadas o sospechas eternas sino en función de los éxitos o fracasos de sus iniciativas políticas.
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