- Opinion
- 19.11.2016
LA RELIGIÓN Y EL ESTADO ARGENTINO
¿El opio de los pueblos?
De jóvenes casi todos fuimos un poco de izquierda, algo que se tornaba un poco más difícil de grande, cuando hay que llenar la heladera. Con respecto a la religión, quedé medio marxista.
En las distintas alternativas que nos ofrece el arco político, me sigo considerando siempre un poco más o menos hacia la izquierda del centro pero respecto de la religión es en lo único que podríamos decir que quedé medio marxista.
Sí, queridos lectores, de política hablo seguido, de fútbol también, pero me faltaba meterme con la religión para terminar de abordar todos los temas que no deben ser tratados en la mesa familiar de los domingos (¿Existen todavía las mesas familiares de los domingos?).
En efecto les contaré por qué, a mi entender, la religión y la política, la religión y el Estado, deben estar absolutamente separados. Intentaré abordar esta temática con respeto, aunque debo reconocer que me cuesta mucho teniendo en cuenta varias posturas y actitudes históricas, especialmente de la Iglesia Católica en nuestro país. Y para los que puedan preguntarse desde qué lugar escribo, lo hago desde ser una persona que oscila entre el ateísmo y el agnosticismo de acuerdo al momento de la vida que me ha tocado atravesar.
Por supuesto que, cuando hablo de separación de Iglesia y Estado me refiero a todas las religiones, creo definitivamente en un Estado laico. Pero obviamente al analizar la situación en Argentina, debemos hablar de la Iglesia Católica Apostólica Romana.
Hemos visto a la Iglesia combatiendo en su momento algo tan básico como la ley de divorcio vincular, o más tarde las leyes de matrimonio igualitario o de fertilización asistida. En todos los casos mencionados, por suerte, no ha tenido éxito.
Ya desde el punto de vista legal es donde empiezan nuestros problemas. El artículo primero de la Constitución Nacional define nuestra forma de gobierno y nuestros constituyentes creyeron oportuno que el artículo segundo de nuestra Ley fundamental indique que sostenemos el culto católico apostólico romano. ¿Qué significa esto? Muy simple, que pagamos su funcionamiento con nuestros impuestos. De hecho para algunos juristas, este artículo segundo es lo que llaman una cláusula pétrea, un precepto tan esencial que no puede o debe ser reformado. Por ende vivimos en un país con libertad de cultos pero lejos estamos de la igualdad de cultos. De todos modos, debo reconocer que estamos algo mejor desde la reforma constitucional del 94 ya que, hasta ese momento, el presidente debía profesar la fe católica. Recuerden la llamativa conversión del ex presidente peronista Carlos Menem quien asumió su primer mandato antes de la mencionada reforma.
Ya que el Estado sostenga un culto, el que sea, sea mayoritario o no, me parece absolutamente demencial. Pero más allá de ello, hay otra preocupación importante que tiene que ver con el uso que se le da a ese dinero. Y una de las cosas que hace la Iglesia con el dinero es hacer política, no partidaria tal vez, pero metiéndose en la discusión de políticas públicas.
En este sentido, hemos visto a la Iglesia combatiendo en su momento algo tan básico como la ley de divorcio vincular, o más tarde las leyes de matrimonio igualitario o de fertilización asistida. En todos los casos mencionados, por suerte, no ha tenido éxito, pero la vemos nuevamente en acción en este momento con los proyectos de ley que intentan legalizar la interrupción voluntaria del embarazo.
Pero la influencia de la religión no pasa exclusivamente por lo que dice nuestra Carta Magna o por discutir agendas legislativas, pasa también por la penetración cultural que hace que, por ejemplo, encontremos crucifijos cuando entramos a un hospital público o incluso a una sala de audiencias de un tribunal como si la justicia divina tuviera algo que ver con la justicia de las personas.
Por supuesto que esto no sucede sólo en Argentina, sucede en muchas partes del mundo. Y en algunos países, especialmente del mundo árabe, mucho más. Pero también hay países que, a pesar de tener una gran tradición religiosa, han sabido mantener separada a la Iglesia del Estado. Tal es el caso, por ejemplo, de Estados Unidos o sin irnos tan hacia el norte, de nuestro vecino Uruguay.
Pero la influencia de la religión no pasa exclusivamente por lo que dice nuestra Carta Magna o agendas legislativas, pasa también por la penetración cultural que hace que, por ejemplo, encontremos crucifijos cuando entramos a un hospital público.
Analizado el cuadro de situación me resta preguntarme si hay alguna chance de que esto cambie. Bien saben que lo mío no es el optimismo. Pero esa carencia del mismo tiene varias explicaciones. Fundamentalmente una de ellas tiene nombre y apellido: Jorge Bergoglio. No veo bajo ningún concepto a nuestro país alejándose de una lógica en la cual la Iglesia siga teniendo enorme influencia en la política. Si hubo en su momento alguna chance, la designación del Papa Francisco echa por tierra cualquier atisbo de cambio en este sentido.
Escuchaba ayer al titular de la CGT hablando en un acto en el Congreso. Debe haber citado al Papa unas quince veces. Parte importante de la política argentina, y por ende de sus políticas públicas, gira alrededor del Vaticano y no osaría contradecir al Santo Padre. Seguiremos entonces por algún tiempo siendo un Estado cuyas decisiones continuarán, en muchos casos, siendo tomadas más por la influencia de la fe que por la influencia de la razón. Seguiremos, tal como estamos acostumbrados, siendo un país en el que demasiadas veces se valora más los dogmas que el espíritu crítico. Lamentablemente es lo que hay. Hasta la próxima.
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