- Opinion
- 11.01.2017
OPINION
De derechos a beneficios
“La necesidad de cambiar esa Argentina chica, del miedo, en la que cada uno quiere aferrarse a lo que tiene y que nos impidió crecer.” Mauricio Macri, 10 de enero 2016.
Hace un poco más de 130 años, se sancionó la ley 1420 de educación laica, gratuita y obligatoria. Fue la norma básica que estructuró el sistema de educación pública nacional, soñada por el presidente Domingo F. Sarmiento, esbozada por su sucesor y ministro de Educación, Nicolás Avellaneda, y finalmente lanzada por el sucesor de ambos, Julio A. Roca y su apasionado ministro de Educación, Eduardo Wilde. La Iglesia, con razón, entendió que una de las consecuencias de la ley sería la merma de su enorme influencia en la educación y operó en contra con furia y torpeza. El conflicto con el gobierno escaló hasta la expulsión del nuncio apostólico- embajador de la Santa Sede en el país- a través de unas secas líneas del canciller Ortiz: “En vista de la actitud asumida por vuestra excelencia en sus relaciones con el Gobierno de la República, el señor presidente me ordena enviar a vuestra excelencia sus pasaportes, fijándole el término de veinticuatro horas para dejar el territorio de la Nación.” . Otros tiempos y otros conservadores…
Como señala Rosendo Fraga, el éxito de la ley fue notable: “Sabía leer y escribir menos de uno de cada cinco habitantes. Un cuarto de siglo más tarde, al conmemorarse el Centenario, ya dos de cada tres sabían leer y escribir y en los menores de diez años la escolarización llegaba al 90%”. Pero sobre todo, la norma logró aunar bajo un mismo “relato”, para retomar un término muy en boga actualmente, tanto a los nietos de patricios y pueblos originarios, como a los hijos de sastres polacos o campesinos de Calabria, esa “chusma ultramarina” que Leopoldo Lugones denunciaría algunas décadas más tarde con la misma pasión abichada con la que algunos de los descendientes de esa chusma denuncian hoy a bolivianos y paraguayos.
El éxito fue dado por la voluntad pública, sostenida durante décadas, de otorgar un derecho a todos los ciudadanos, sin distinciones de credo, origen nacional o raza, pero obviando también distinciones sociales. Ni el ministro Wilde, ni Sarmiento- nombrado por Roca para presidir el Consejo Nacional de Educación- ni sus sucesores buscaron generar “ahorro” alguno eliminando a los hijos de supuestos ricos del beneficio de la gratuidad de la escuela pública. Sabían, como saben los estados europeos que subsidian desde hace décadas no sólo a quién no puede pagarlos sino a todos el transporte, la escuela o la universidad pero también el cine y la ópera, que la universalidad es la única forma de garantizar la eficacia de un servicio.
Hace unos días supimos, por una resolución del nuevo titular del PAMI, que el organismo dejará de cubrir los medicamentos de la misma forma que lo hacía a cierta clase de afiliados: quienes tengan una prepaga, los propietarios de más de un inmueble, de un auto de menos de 10 años de antigüedad o de una embarcación, con el argumento de que son ricos que no requieren de ese “beneficio” y que apartándolos, el PAMI genera “un ahorro”. Carlos Regazzoni, titular del organismo, explicó: "No podemos darle un beneficio social a una persona que veranea en Punta del Este” .
Por supuesto, el jubilado que veranea en Punta del Este y abusa del PAMI es un personaje tan imaginario como la docente jubilada que cenaba en Puerto Madero gracias a su AFJP , pero más allá de eso y de la discusión sobre los símbolos exteriores de riqueza -un Fiat Palio del 2009, por ejemplo, elimina el "beneficio" que un Mercedes Clase S del 2006 no modifica- lo notable es esa constante del pensamiento reaccionario: la supuesta eficiencia en la gestión de los derechos ciudadanos siempre pasa por la expulsión de beneficiarios, nunca por su ampliación o por la mejora del servicio que reciben.
Es por eso que el titular del PAMI habla de "beneficios" y no de “derechos" o que nuestro presidente señala como algo insostenible que los empleados busquen mantener sus derechos mientras considera normal que los empresarios exijan ampliar sus ganancias. Ocurre que la mejor manera de eliminar un derecho es disfrazarlo de privilegio, y parafraseando la cita inicial, las posibilidades de Cambiemos parecen apuntar a una Argentina que achica y donde el crecimiento está reservado a unos pocos.
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