- Opinion
- 19.07.2018
ARTE Y CULTURA
Cuando Buenos Aires era moderna
Sin que nadie se lo haya propuesto, en 1936 nació una de las grandes obras del arte argentino: el libro de fotografías de Horacio Coppola “Buenos Aires 1936 (Visión fotográfica)”. En su momento pasó desapercibido, pero hoy está considerado una de las cumbres de la fotografía del siglo XX.
Por Daniel Molina
Los milagros suceden a posteriori. Se necesita del tiempo para poder comprenderlos. Sin que nadie se haya propuesto generar una obra maestra nació una de las grandes obras del arte argentino: el libro de fotografías de Horacio Coppola “Buenos Aires 1936 (Visión fotográfica)”, que fue el resultado de un encargo del gobierno porteño, interesado en registrar una visión contemporánea de la ciudad en el marco de la celebración por los cuatros siglos de su primera fundación.
Aunque en su momento pasó prácticamente desapercibido, “Buenos Aires 1936 (Visión fotográfica)” hoy está considerado una de las cumbres de la fotografía del siglo XX a nivel internacional, solo comparable a las mejores series fotográficas dedicadas a las grandes ciudades europeas, producidas todas en los años 30. El libro de Coppola tiene la misma estatura vanguardista e innovadora del “Paris de nuit”, de Brassaï (artista al que Coppola había frecuentado en su estancia en Francia); de los múltiples recorridos por Londres que registró Bill Brandt o esa obra sublime que es el “Stockholm”, de Andreas Feininger. A diferencia de todos ellos, el de Coppola fue una obra maestra hecha por encargo. Como dijo el padre de la arquitectura moderna, Ludwig Mies van der Rohe: Dios está en los detalles.
Horacio Coppola (1906-2012) se inició en la fotografía siendo apenas un adolescente, pero en esos años no pensaba dedicarse de lleno a esta profesión, ya que su pasión era el cine. Fue fundador del primer cineclub que funcionó en la Argentina. En 1929, con 23 años fundó el cineclub Buenos Aires, que se mantuvo activo hasta 1931. “El cine es la base de mi formación autodidacta; me gustaba, entre muchas otras cosas, porque el cine y yo éramos casi de la misma edad: el cine era niño cuando yo era un pibe en apuros”, escribió años más tarde.
Antes de dedicarse de pleno a la fotografía, Coppola se relacionó con el núcleo vanguardista del arte argentino. En los 20 se hizo amigo de Xul Solar y Alfredo Guttero, de Victoria Ocampo, de Jorge Luis Borges (con quien solía realizar largas caminatas por los barrios de casas bajas que ambos amaban: San Telmo y Palermo, Boedo, Villa Crespo, Almagro), de Leopoldo Marechal. Junto a Borges, Coppola también visitaba a Macedonio Fernández. De esas caminatas con Borges y Marechal por los barrios que inspiraron sus libros, quedan algunas fotos de Coppola. Dos de ellas fueron incluidas en la primera edición del ensayo de Borges “Evaristo Carriego”. Casi sin darse cuenta, rodeado de pintores y escritores, Coppola fue descubriendo que el espacio artístico que le estaba destinado era la fotografía y para perfeccionarse en ella viajó a Europa.
Realizó dos viajes a Europa en los 30. El primero, más breve (apenas unos 4 meses) fue a comienzos de 1930 y se la pasó frecuentando los cafés de los artistas y las salas de los museos. El segundo duró varios años y comenzó por una estancia en la última época de la Bauhaus, poco antes de que la cerraran los nazis. Allí concurrió al taller del jefe de fotografía de la gran escuela de arte, Walter Peterhans. Allí conoció a la que sería su primera esposa y la persona que ejercería sobre él la la mayor influencia estética: Grete Stern. Juntos se establecieron en Londres. Y luego recorrieron gran parte de Europa. Las fotografías que Coppola tomó durante esos viajes (y que hoy son un tesoro del registro vanguardista de las ciudades europeas en el período de entreguerras) están recogidas en el gran libro “Los viajes”, que editó Jorge Mara en 2009.
Esas fotografías muestran que Coppola aprovechó su estancia en el viejo mundo para experimentar y aprender de los fotógrafos que estaban reinventando la fotografía, además de frecuentar lo más innovador de los nuevos círculos intelectuales, a los que accedió por Grete Stern (amiga y retratista, entre otros, de Bertolt Brecht). Los trabajos de Coppola de esos años no tienen nada que envidiarles en visión rupturista o desafío formal a lo que habían hecho Kertez o Rodchenko. Esa fue su escuela: educar la mirada para ver la ciudad de una manera nueva.
Apenas Coppola regresa a Buenos Aires (fines de 1935) abre un estudio fotográfico junto a Grete Stern. Victoria Ocampo, que fue de las primeras en ver las imágenes, lo invita a hacer una muestra en las oficinas de la revista Sur. Allí lo frecuenta Alberto Prebisch, el arquitecto que diseñó el Gran Rex y el Obelisco (y que sería el que le escribiría el prólogo al libro de Coppola sobre Buenos Aires). Esa circulación entre amigos artistas le permitió al fotógrafo ser contactado por el gobierno porteño para realizar un libro sobre el Buenos Aires moderno. El resto es historia.
Coppola retrata la ciudad tal como la pensaban él y sus amigos artistas e intelectuales del grupo Sur: el Centro completamente moderno, las calles de casas bajas del suburbio sur (San Telmo y Boedo), la supervivencia del pasado compadrito en Palermo, los barrios alejados (Flores al Sur). Y a esa ciudad la mira con ojo vanguardista. No es un registro documental realista, sino subjetivo, a contrapicado, desde las alturas, resaltando la forma abstracta de las casas y las calles, los carteles, las sombras y las luces.
El Buenos Aires de Coppola es una ciudad única. No se parece a París ni a Londres ni a Berlín, pero esa idiosincracia surge de una mirada nueva. Buenos Aires es una ciudad moderna (que se refleja en los rascacielos racionalistas de la avenida Corrientes), en los grandes cines monumentales (la foto del Gran Rex registra el estreno de “Tiempos modernos”, de Chaplin), en los edificios de la Avenida Roque Saenz Peña (que habían sido inaugurados pocos meses antes), pero también en las casas de paredes lisas de Palermo y en los frentes de los bares, de las farmacias y de los almacenes de barrio: santuarios de un tiempo pasado que hacen de la ciudad un espacio que tiene ritmos disonantes.
El Buenos Aires moderno de Coppola semeja una obra musical. Más ritmo y forma abstracta que historias. No hay literatura en esas imágenes. Definitivamente muestra que estaba naciendo la modernidad artística porteña. Coppola retrata la matriz en estado puro; aquello que hace posible el cambio. El contenido de los nuevos relatos los inventaría el futuro.
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