- Opinion
- 16.11.2018
CULTURA
Ficciones
La Argentina del siglo XIX había producido escritores de la talla de Sarmiento, Hernández y Mansilla. Pero ninguno de ellos tiene la estatura de Borges. No hay nada anterior (ni posterior) a Borges en la Argentina que nos haga suponer la aparición de semejante genio.
Borges escribió tres de las más grandes obras maestras de toda la historia de la literatura: Ficciones, El Aleph y Otras inquisiciones. Además escribió varios de los mejores libros en castellano de los últimos tres siglos (es decir, luego de la literatura española del Siglo de Oro): El hacedor, El informe de Brodie, Fervor de Buenos Aires, Evaristo Carriego, Cuaderno San Martín, Luna de enfrente, Historia universal de la infamia, Historia de la eternidad, Discusión y Elogio de la sombra, entre muchos otros. Ese milagro (que corrió el albur de permanecer secreto) ocurrió en la ciudad de Buenos Aires y, mientras ocurría, nadie se daba cuenta de que estaba pasando.
Hoy Borges es un clásico. Aunque tiene menos lectores apasionados que admiradores de su fama, Borges se ha convertido en un autor indiscutible. Pero en 1960, cuando gana el primer premio internacional importante (el Formentor, compartido con Samuel Beckett) Borges es un escritor que tiene muy pocos lectores y que es casi desconocido por el público masivo.
Sin embargo, si Borges hubiese muerto a comienzos de 1960 posiblemente hoy sería un escritor para eruditos y su obra estaría a la espera de que la descubriera alguien capaz de hacerla conocida ante un público más amplio. En 1959, un año antes de saltar a la fama internacional, Borges había cumplido 60 y llevaba ya cuatro años como director de la Biblioteca Nacional (cargo que obtuvo por su antiperonismo, no por su genialidad literaria; en la Argentina nadie reconoce el talento, menos en el mundo burocrático de la cultura).
Antes de la fama internacional sus libros no agotaban las pequeñas ediciones en las que eran publicados. Ficciones (quizá la obra maestra más importante del siglo XX en todos los idiomas) ya había sido publicada en una segunda edición (la primera completa tal cual la conocemos hoy) por editorial Emecé en 1956, con una tirada en 1.500 ejemplares y en 1959 todavía quedaban muchos ejemplares sin vender.
Es decir, antes de ser famoso Borges ya había hecho todo lo que hace que hoy Borges sea uno de los grandes genios del último siglo. Pero le restaba la fama y, con la fama, la popularidad. Como pasó con el tango (que tuvo que ser reconocido en París para que en Buenos Aires se lo respetase), Borges tuvo que ser reconocido en el exterior (es decir, en París, Nueva York, Londres, Berlín y Tokio) para que en Buenos Aires se hablara de él (y se lo leyera, aunque en mucha menor medida).
El año 1960 marca una frontera en la historia de la literatura argentina. Antes de ese momento el público desconoce a Borges y aunque los muchos de los pocos lectores eruditos lo conocen la mayoría de ellos lo desprecia. En 1959 estaba bien desconocer a Borges o, si se lo conocía, estaba bien desvalorizarlo.
A partir de 1960 eso se convierte en un problema. En primer lugar porque Borges se hace conocido popularmente: hasta las revistas masivas y la radio hablan de Borges. Se lo entrevista en todas partes. Su fotografía aparece en los diarios y lo llevan a la TV. Incluso algunos de sus poemas y cuentos ingresan a los programas de la escuela secundaria: millones leen, aunque sea en un breve texto, a Borges.
Pero Borges es Borges y no hace concesiones. A comienzos de los 60, antes de que la música pop inglesa ocupara el centro de atención en las radios argentinas, se pone de moda el folclore. Todos los jóvenes estudian guitarra para interpretar Zamba de mi esperanza. Es una breve primavera del folclore que no llegará a ser verano: en 1964, entre Los Beatles, el pop vernáculo del Club del Clan y los éxitos del Festival de San Remo, condenarán al folclore a ser una música de nicho. Pero como Borges es famoso, los periodistas le preguntan qué opina de todo, incluso de esa fama del folclore.
¿Qué respondería un escritor que quisiera quedar bien con el sentido común de la época, como Sabato por ejemplo? Que es bueno que los jóvenes descubran las raíces de la cultura nacional, diría ese escritor. Pero Borges es Borges y cuando le hacen esa pregunta en la radio dice (citando a Oscar Wilde, su gran inspirador, al que admiró hasta el plagio, pero sin nombrarlo): “Creo que esta fama del folclore logrará que lo conozcan hasta en el campo”. En esa respuesta está todo Borges (es decir: está todo Oscar Wilde leído por Borges).
La Argentina del siglo XIX había producido escritores de la talla de Sarmiento, Hernández y Mansilla. Pero ninguno de ellos tiene la estatura de Borges. No hay nada anterior (ni posterior) a Borges en la Argentina que nos haga suponer la aparición de semejante genio. La primera edición de lo que luego será Ficciones es de 1941. Aparece en un breve volumen que recoge la mitad de los cuentos que tendrá la edición definitiva de 1956, bajo el título de su cuento más famoso: “El jardín de senderos que se bifurcan”.
El primer cuento de ese pequeño libro de 1941, que editó Sur (la editorial de Victoria Ocampo) era -y seguirá siendo el cuento que abre el libro en todas las ediciones posteriores- “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”. Es uno de los cuentos más complejos, más difíciles de comprender y más inaccesibles para todo lector que no sea muy culto.
¿Qué habrá comprendido en 1941 el lector inadvertido de El jardín de senderos que se bifurcan cuando abrió el libro y comenzó a leer “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”? Podemos conjeturar que gran parte de los pocos lectores que se animaron a enfrentar ese libro de cuentos lo abandonaron antes de terminar el primer texto. Sabemos que hombres de genio que leyeron ese libro (y, en especial, ese cuento) una década más tarde (Italo Calvino entre ellos) dijeron algo que era común escuchar sobre Borges antes de que fuera famoso: “sé que estoy leyendo algo excepcional, pero como no entiendo nada de lo que estoy leyendo no puedo decir por qué es excepcional”.
Décadas antes de que Michel Foucault leyera el ensayo “El idioma analítico de John Wilkins” en Otras inquisicones (y eso le inspirara su libro más famoso: Las palabras y las cosas) Borges ya había creado una máquina de la inteligencia que reflexionaba sobre vidas sucesivas que ocurren en temporalidades paralelas (en “El jardín de senderos que se bifurcan”) o la posibilidad de ver el universo desde todas partes a la vez, como en una internet de la mente, en su cuento “El Aleph” que es de los años 40.
La fama no tiene nada que ver con la inteligencia: la fama le llega a Borges porque los medios descubren que les sirve para reírse de él (la actitud más común en los 60 y 70) o para presentarlo como un divinidad criolla que condescendió a la vivir entre nosotros (la sacralización ya había comenzado en vida).
Paradoja borgeana: el hombre que quiso escribir un poema memorable, que recordaran las generaciones futuras (como sucede con el Martín Fierro) terminó siendo uno más entre los “famosos” sin otra vida que estar en la TV. Hoy Borges es más una imagen (el hombre anciano con los ojos entornados por la ceguera) que el autor del libro más maravilloso que se escribió jamás a orillas del Plata: Ficciones.
Y eso es también una ficción más.
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