OPINIÓN

Titanic o cómo comprender el secreto de la vida

La obra de arte más significativa de las últimas décadas es Titanic. Ayer se cumplieron 21 años de su estreno mundial. En Titanic se presentan todos los elementos narrativos para hacer de una historia un momento supremo de la experiencia estética.

Daniel Molina
La obra de arte más significativa de las últimas décadas es Titanic. Ayer se cumplieron 21 años de su estreno mundial. No solo por la magnitud material del proyecto, Titanic es una obra fuera de escala. No hay nada con qué compararla. La filmación -la concepción intelectual, la escritura del guión, el diseño de producción, todo- en Titanic ya fue una aventura épica. Pero eso -que fue lo que la hizo posible, a pesar de que parecía imposible- es lo menos importante.

Lo importante en Titanic es el relato: lo que se cuenta y cómo se lo cuenta. Por eso vemos y volvemos a ver el film. No lo hacemos porque costó cientos de millones. Titanic, el film, no es importante porque se construyó un barco en escala 1:1, idéntico al que se hundió en 1912. No vemos el film porque se adquirieron cientos de hectáreas para inundarlas y hacer un mar artificial que pareciera real. Y en medio de esa producción tan gigantesca como nunca hubo ninguna otra, cada pequeño detalle (y tiene millones de pequeños detalles) está elaborado con un nivel tan exquisito que pareciera que de cada tornillo depende el universo. Pero todo eso -con lo necesario que fue para el film existiera y pudiera narrar como narra-, todo eso no es lo importante.

Lo importante en Titanic es el relato. En Titanic se presentan todos los elementos narrativos para hacer de una historia un momento supremo de la experiencia estética. Para conmover la imaginación y la conciencia de una época es necesario fundar un mito. No cualquiera lo logra. Cameron lo supo hacer, en grado superlativo, en Titanic.

Un mito necesita una serie de enfrentamientos esenciales, pero modulados sutilmente: pobres contra ricos, suerte versus adversidad, libre albedrío enfrentado a destino, tiempos que se complementan y se contradicen, situaciones que nos muestran lo oculto y, a la vez, secretos que se sugieren y nunca se develan, finales trágicos, vidas trágicas, pero vividas con una intensidad que logran darle sentido a un universo sin sentido. Titanic tiene todo eso y logra exponerlo con una maestría que nos asombra.

James Cameron es un genio no reconocido. La Academia de Hollywood lo desprecia y se lo demuestra cada vez que puede (aunque con Titanic no pudo: terminó dándole 11 Oscars). La crítica periodística -salvo excepciones- no lo ama, pero le perdona la vida. A su vez, el público culto en general, y el de formación literaria en particular, suele despreciarlo.

Cameron es un caso extraño, quizá único en la historia de Hollywood. Ha producido pocos filmes, pero todos significativos: apenas ocho en 37 años. Comenzó ya en la cima: su primer film fue Terminator (1984). No solo lo dirigió sino que también fue responsable (junto a otros dos escritores) del guión.

En 1991, James Cameron accede al control total de su obra: escribe, dirige y produce Terminator 2: El juicio final. Desde Terminator hasta Avatar, Cameron es un director de epopeyas, la única que rompe ese esquema es Mentiras verdaderas: un delicioso film cómico de aventuras.

En los últimos 21 años, Cameron estrenó solo 2 películas, pero son las que más espectadores convocaron en todo el mundo en la historia del cine: Titanic (1997) y Avatar (2009). En enero de 2010 Avatar fue el primer film en superar los 2.000 millones de dólares de recaudación y superar a Titanic, que era por entonces el film más taquillero.

Con Terminator, Cameron reactualizó el Evangelio cristiano sin hacer ningún alarde (hasta el punto de que la relación bíblica pasa inadvertida para el 99% de los espectadores): es la historia del Salvador, que envía desde el futuro (donde lucha contra los demonios-máquinas, esos ídolos de la era tecnológica) a su emisario para anunciar (embarazar) a la que lo engendrará. Así como Terminator pone el acento en una epopeya ética que nos transforma, Titanic muestra que cada cual puede transformar su vida, aun en condiciones terribles (o, quizá, justamente porque vivió condiciones terribles).

Hay momentos en que Titanic homenajea los films soviéticos más audaces, como El acorazado Potemkin, poniendo en escena la visión de los estamentos sociales según el lugar que ocupan en el barco: arriba, los más ricos; luego, la clase media; abajo, los pobres; y más abajo aún los trabajadores, que sudan como locos moviendo ese mundo en el que se mezcla todo con su trabajo esforzado. Cuando se ve el trabajo de los hombres en las bodegas y calderas (que, además, son los primeros en morir), Titanic produce una poesía trágica en clave hiperrealista, en una graduación tan sutil que puede pasar inadvertida.

Cameron no solo reconstruyó el barco en la misma escala que poseía el original sino que filma el hundimiento en tiempo real: es decir, desde el momento en que se ve que chocan con el iceberg hasta que el barco colapsa totalmente pasa en el film exactamente el mismo tiempo que el que le tomó al barco hundirse en 1912. Ese preciosismo de la reconstrucción del barco y de la época, y ese preciosismo del ritmo temporal es el que logra que el espectador viva una experiencia semejante a la del pasajero que se enfrenta al horror de la deriva en la noche helada del Mar del Norte.

El diálogo entre el presente de la narración (que supone una búsqueda de los tesoros ocultos en el barco hundido), las escenas reales filmadas a 4000 metros bajo el agua y la reconstrucción del pasado (la épica del amor) son las que generan el núcleo narrativo del film. Cameron hace del azar el eje narrativo principal. Gracias a la suerte en la partida de cartas es que Jack (el personaje de Leonardo DiCaprio) accede a un boleto en el barco para viajar a Nueva York.

Como la vida que le espera a Rose en América le parece horrible, ella intenta suicidarse y Jack la salva. Eso genera entre ellos un vínculo que se transformará en amor: el amor perfecto porque dura solo un día. No tiene tiempo de decepcionarse. Ellos aprovechan ese día: sus vidas se transforman completamente.

Jack es invitado a comer con los millonarios en el restaurante de la primera clase. Le prestan un smoking y lo sientan en la mesa principal. El novio oficial de Rose lo toma de monigote. Los ricos piensan reírse de él. Lo invitan a hacer el brindis de la noche y Jack da la clave del film, de la vida, de toda experiencia intensa. Dice: “Hagamos que el día valga la pena”.

Titanic gira en torno a ese brindis: solo para Rose y Jack esa frase tuvo sentido. Jack murió amando. Rose transformó su vida. Se liberó de la condena a la que estaba destinada y fue una mujer libre.

“Hagamos que el día valga la pena”. En esa frase del brindis, que Jack comparte en la mesa de los ricos de Titanic, se escucha en eco el carpe diem de los romanos: comprender que cada instante puede ser el último. Comprender que el único sentido de la vida es hacer que ella valga la pena.

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